Uno de los aspectos más impresionantes del ministerio terrenal de Jesús fue echar demonios. Cada vez que en nuestra lectura de los evangelios encontramos a Jesús frente a endemoniados, algo en nuestro interior empieza a hacerse interminables preguntas sobre la realidad de la existencia de Satanás y sus secuaces. Más importante aún, nos preguntamos si tal actividad satánica tiene alguna semejanza con lo que Hollywood nos ha hecho creer. Ante la falta de respuestas claras, elegimos vivir en un estado de conveniente ignorancia respecto al tema hasta que nos enteramos de alguien cuyo estado mental parece requerir más exorcismo que tratamiento psiquiátrico.
La existencia de Satanás y los ángeles caídos (o demonios) se afirma en las Escrituras, no como una fuerza intangible del mal, sino como seres personales que se mueven en una esfera paralela pero generalmente imperceptible a la nuestra (Job 1:6; Mt. 9:34). Su interacción con nuestra realidad es limitada pero real. En su ministerio, Jesús ejerció una autoridad incuestionable sobre ellos y quiso que sus seguidores estuvieran conscientes de esta esfera de batalla espiritual que de continuo se libra dentro y alrededor de nosotros.
El sentimiento que predomina al pensar en las fuerzas del mal que nos acechan es temor. La imagen de «león rugiente» que anda «buscando a quien devorar» (1 Pe. 5:8) es la que nos inspira más temor. Los nativos africanos saben mejor de qué estaba hablando el apóstol Pedro con esta comparación. Ellos saben que los leones que emiten rugidos nocturnos son los leones viejos, desdentados y cuyos movimientos ya no son tan ágiles. Lo único que estos veteranos leones tienen para intimidar a sus ingenuas víctimas es su potente rugido. Cuando una joven e inocente gacela escucha el ensordecedor sonido emitido por el hambriento cazador queda paralizada del temor y es fácil víctima del anciano león. Ciertamente confrontar a un enemigo invisible puede tener un efecto paralizante. Pero ¡no hay razón para temer a un enemigo que está virtualmente derrotado y acabado!
Dios no quiere que estemos en ignorancia acerca de las maquinaciones del diablo (2 Cor. 2:11). Su principal arma contra nosotros es el engaño y la mentira. Al desenmascarar sus artimañas, podemos estar mejor preparados para resistirlo y hacerlo huir (Stg. 4:7), pero eso requiere vestirnos de toda la armadura de Dios (Ef. 6:11). Aun así, no conviene tener una actitud prepotente frente a las fuerzas del mal, porque los demonios saben sobre quienes realmente reposa la autoridad espiritual que Dios da (Hch. 19:14-17).
No podemos ignorar la realidad de la actividad demoníaca en nuestro medio, pero podemos vivir confiados, sabiendo que la obra de Cristo en la cruz derrotó a este milenario enemigo (Col. 2:15). Su destino y el de sus huestes de maldad ya está escrito y ¡solo es cuestión de tiempo para que seamos librados para siempre de sus acechanzas! (Ap. 20)