Parte 2: Hangar 41 (36 horas en Bruselas)

Hangar 41El frío ya calaba fuerte (aprox. 10° Celsius) y no todos contábamos con ropa abrigada.  Anticipando la tardía llegada de la primavera a Europa central, yo había empacado toda mi ropa invernal en el equipaje que iba a mi destino final (Budapest).  Apenas tenía un chaqueta sport sobre mí, pero también la bufanda que mi hermano me había heredado, la cual junto a un sombrero de fieltro negro me mantuvieron abrigado en esas horas.  Confieso que —en un intento de hacer lo que Jesús haría, tímidamente intenté compartir mi bufanda con el joven de mangas cortas, pero su juventud no le concedió la humildad de aceptar mi sacrificial ofrecimiento.  Creo que mi sombrero tampoco hubiese sido bienvenido por alguno de los encopetados pasajeros que difícilmente se pondrían en la cabeza algo usado por alguien más, ¡aunque el frío les estuviera congelando la coronilla!

Finalmente la angustiosa espera llegó a su fin.  Sin ayuda de ningún altavoz, sino con gritos y gesticulaciones, gente de chaleco fosforescente nos empezó a llevar a unos autobuses para lo que todos esperábamos que fuera el retorno al acogedor edificio terminal.  Al pasar de largo por la entrada supimos que nuestro destino era diferente.  Gran sorpresa fue cuando los autobuses se detuvieron junto a un gigantesco hangar.

Hangar 41 crowdAllí iniciaría la larga espera en donde el sentimiento inicial de temor fue reemplazado por agónica incertidumbre.  Había una falsa sensación de seguridad, por estar en un recinto semi-cerrado.  Digo falsa, porque en ningún momento pude observar cerco de seguridad ni elementos adecuadamente armados de algún cuerpo policial.  En la puerta se observaban unos pocos miembros de la policía belga, lo cual confirma lo que los analistas han dicho respecto a la falta de infraestructura de seguridad en Europa para manejar incidentes de esta envergadura.

El drama humano que se desencadenó a partir de entonces es indescriptible.  La necesidad de usar servicios sanitarios fue la primera cosa que hizo evidente las condiciones infrahumanas de nuestro hacinamiento.  Las largas filas frente a los escasos baños testificaban de la insuficiencia de este hangar para proveer algo de decencia a una de las necesidades humanas más básicas y que requieren un mínimo de manejo civilizado.  Recuerdo que mi primer pensamiento al entrar a Bélgica fue “Veamos cómo luce un país europeo de primer mundo”, ¡sin imaginar que en cuestión de minutos sería transportado a una pesadilla tercermundista!

Sentados y paradosAl principio la gente estaba parada y deambulaba de un lado a otro.  Conforme los minutos se convirtieron en horas, todos tuvieron que aceptar la realidad que el único lugar para sentarse era el suelo.  Poco a poco la gente empezó a acomodarse lo mejor posible para soportar la larga espera que vendría.  Junto a las pocas mantas que se habían empezado a distribuir, un pedazo de cartón o material aislante de embalaje se convirtió en una preciada posesión que libraba a sus dueños del humillante contacto con el frío piso de cemento.

Cartones y escalerasEn circunstancias así es donde se puede observar los actos más nobles pero también los más ruines.  La benevolente repartición de mantas y comida hizo evidente el nivel de egoísmo del alma humana.  Por ser un hangar de mantenimiento de aeronaves había algunas escaleras en los extremos del salón.  Después de recoger algunos panes y fruta fui afortunado de encontrar una de esas escaleras rodantes vacía para poder sentarme a comer.  A los pocos minutos, colocaron pilas de mantas atrás de las escaleras, usándolas como barrera natural para intentar hacer una repartición ordenada.  La gente rápidamente se amontonó, demandando –más que pidiendo, una o más de esas cobijas.  La muchedumbre se abalanzaba sobre mí y estaban pasándome literalmente encima.  Por un momento sentí que iba a ser completamente arrollado, y solo alcanzaba a gritar inútilmente “Easy! easy!”.

Cuando el tumulto terminó, yo también había alcanzado a recibir una de las mantas.  Junto a mí se habían acomodado unas chicas españolas, una de las cuales se había sentado sobre dos de esas cobijas, echándose una más encima y otra en su bolso. Al observar esto, uno de los voluntarios se acercó e indicó a la muchacha que le entregara una de las mantas “para una pequeña niña que no recibió una”.  Ella se negó; él insistía.  No pude soportar más.  Tomé mi cobija y dije al hombre “Take mine for the little girl!”  La mezquina muchacha me lanzó una mirada de incredulidad y yo no pude más que devolverle una de reproche.  No mucho tiempo después, un africano que había observado la escena empezó a reclamarle cómo es que ella tenía cuatro y él no había alcanzado ninguna.  Gritándose en idiomas diferentes, el africano arrebató de forma violenta una de las mantas de las manos de la muchacha.

CalefactorCreyendo no tener posibilidad de reemplazar la cobija, me encaminé a un lugar donde me había parecido ver un pequeño calefactor.  La gente se había amontonado alrededor, tratando de librarse del intenso frío.  Lo mismo sucedía en otra parte con las escasas tomas de corriente disponibles para recargar los insaciables teléfonos celulares.  Ver gente aglomerada en alguna parte del hangar era sinónimo de que algo esencial estaba disponible de manera limitada, fuera comida, agua, corriente eléctrica, calefacción, o servicios sanitarios.  De pronto se cruzó frente a mí uno de los voluntarios que llevaba varias frazadas en las manos y con una sonrisa me ofreció una, la cual me fue de gran utilidad en las horas siguientes.

Power hungryMi pensamiento me llevó de vuelta a la convicción que yo tenía lo que esta gente más necesitaba.  Por encima de las cosas anteriores, el temor inicial de los atentados empezaba a ser reemplazado por un prevalente sentimiento de incertidumbre.  Se acercaba la noche y la pregunta en la mente de todos era ¿dónde vamos a pernoctar?  ¿qué vamos a comer?  ¿cuándo podré proseguir mi viaje?  ¿dónde está mi equipaje?  La sola idea de pasar la noche en las condiciones que vivíamos en ese hangar ya estaba haciendo estragos en el ánimo de muchas personas.

Cuando tus preguntas no tienen respuesta, cuando el futuro se avizora incierto y oscuro, lo que mas necesitas es esperanza.  Esta multitud de cientos de miles de personas necesitaban algo que yo sí tenía.  Aquellos que tenemos una inquebrantable fe en Dios y hemos sido objeto de su infinito amor, hemos sido llamados a ser agentes de esperanza en las circunstancias difíciles de la vida.  Supe que esta experiencia se prolongaría y que Dios me tenía en ese lugar con el propósito de impartir esperanza a la mayor cantidad posible de personas.

HacinadosPor esa razón y por el simple espíritu de supervivencia supe que debía asociarme con algún grupo, ya que no era fácil estar llevando mis cosas de un lado a otro.  No era fácil recibir comida y bebidas cuando sólo tienes una mano libre, por estar llevando tu equipaje en la otra.  No había sido fácil dejar un rincón con un pedazo de alfombra en el cual sentarme por ir al baño y al volver encontrarlo ocupado.  ¡Necesitaba compartir esta experiencia en solidaridad con alguien! pero ¿quién o quiénes?  La experiencia con el grupo de españoles, me había mostrado que había gente que hablaba español en esta multitud.  Empecé a buscarlos.

Un grupo llamó mi atención: Una pareja madura de españoles compartía junto a un joven colombiano y una joven croata que hablaba español.  El grupo lo completaba una pareja joven, ella española, él norteamericano.  Inicié una conversación informal y había logrado integrarme al grupo para el momento en el que vino el esperado anuncio.  Seríamos trasladados en una hora o más a lo que describieron como “un complejo militar”.  El anuncio también nos informaba que se escucharía una “explosión controlada”, aparentemente la tercera carga explosiva que los terroristas no alcanzaron a detonar.

Mi vuelo había llegado puntualmente y apenas media hora antes de los atentados yo deambulaba por la Terminal A.  Debo atribuir a Dios la gloria de librarme de haber estado cerca de alguno de los lugares donde ocurrieron las explosiones.  No puedo dejar de darle gracias a mi buen Señor por haber podido llegar a tiempo a Bruselas: a tiempo para salir de mi avión, a tiempo de pasar por los controles migratorios, a tiempo para poder comer un desayuno (la única comida completa en las siguientes horas), a tiempo para estar en el lugar indicado, en el momento justo, con la gente precisa, para cumplir la misión de ser sal y luz.

A partir de las 8:30 que mi desayuno había sido interrumpido, habían pasado nueve horas, en donde mi destino inmediato era aun incierto pero mi vida había sido librada providencialmente y eso era suficiente motivo para dar gracias a Dios y tener la esperanza que el final de esta historia estaba en Sus preciosas manos.

Sigue… Parte 3 – Brabanthal

Hangar 41 carpets

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